jueves, 12 de diciembre de 2013

EL ROSTRO MESTIZO DE MARÍA (Parte 2) Redención y Liberación


Redención y liberación de los oprimidos de América Latina/3




María liberadora de las formas enajenadoras de la cultura latinoamericana

La presencia de la Virgen María no es un tranquilizante, para la conservación de la paz. Al contrario, es estimulante y da energías, significado, dignidad y esperanza a los marginados y a las víctimas de la sociedad actual. Su presencia es la nueva fuerza de los débiles, para triunfar sobre la violencia de los poderosos.
En un mundo caracterizado por el machismo y el fatalismo, el mensaje que emana del "rostro mestizo de María" resplandece como "motivo de alegría y fuente de inspiración por ser la estrella de la Evangelización y la Madre de los pueblos de América Latina"[1].
 Gracias a María, la religión cristiana no solo trasciende, sino lleva a cabo todas las religiones del cielo; también cumple y realiza todas las instancias, exigencias, prefiguraciones propias de las religiones de la tierra, de la Diosa-Madre, de la fecundidad.
La presencia de María indica el vínculo profundo que el cristianismo tiene, no solo con el Antiguo Testamento, sino también con las religiones naturales.
A través de María, la revelación divina no solo desciende del cielo, sino es también fruto de la tierra. En consecuencia, no reconocer la importancia que Ella tiene en el cristianismo, quiere decir insistir sobre una obra de Dios en el hombre que, sin embargo, no implica de ninguna manera una cooperación del hombre[2].
Justamente, desde su punto de vista, el gran teólogo protestante Karl Barth afirmará que es precisamente en la doctrina y en el culto de María donde reside por excelencia la herejía de la Iglesia católica romana, a partir de la cual todas las demás se explican perfectamente.
En el sentido del dogma mariano, la "Madre de Dios" constituye muy simplemente el principio, el prototipo y la suma de las ideas por las cuales la creatura humana colabora a su salvación, sobre la base de una gracia preveniente. Para Barth, en la eclesiología cátolica hay una estructura fundamental basada en la cooperación, por la cual la Iglesia coopera con Cristo; no solo la Iglesia necesita del Cristo, sino también y rigurosamente el Cristo necesita de Ella[3].
Ahora, justamente en este punto de la mariología, correctamente entendido, está la superación de la religión de la Diosa-Madre donde vive la correspondencia hombre-madre, típica de una visión machista y determinista.
Esta superación se obtendrá recuperando la reciprocidad hombre-mujer, a la cual sigue la de madre en cuanto esposa.
María, como enseña Puebla, "es la cooperadora activa. ... Asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán"[4].
Esta libre colaboración hace que al don que la Persona divina ha hecho de Sí mismo a María corresponda, con su libre aceptación, el don de la Virgen. Y es propio en esta unión sobrenatural, que hace de María laesposa espiritual de Cristo y al mismo tiempo la madre según la carne, donde el gran teólogo alemán Scheeben[5] vio la nota característica de la Santa Virgen. Este carácter materno-nupcial libera la mariología de una visión que puede inducir a considerar a María como un pedazo casi divino, separado de la historia  de los hombres; un punto inalcanzable, protector y dispensador de favores, pero no dialéctico e inclusivo en la historia de los hombres.
En las expresiones con las cuales Juan Diego se dirige a la Virgen María, tenemos la superación de una visión machista y el reconocimiento del otro, no en cuanto inferior o superior, ni como sujeto que explica una función típica como la de la fecundidad. Juan Diego se dirige a la Virgen de Guadalupe con expresiones de gran ternura y dulzura: "Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora...". En estas expresiones, tenemos el reconocimiento del otro en cuanto otro. Para Juan Diego, si la Virgen María es la Señora, es también la "niña mía, la más pequeña". Hablando así, Juan Diego supera toda mentalidad de dependencia fatalista y, aceptando la Palabra, genera a la Madre de Dios ("la más pequeña de mis hijas"), genera a la Iglesia. En estas palabras de exquisita dulzura, la teología popular de América Latina se une a la gran teología mística del Occidente medieval: la Madre se hace Hija, porque, sin derogar nada a la prerrogativa peculiar de María, cada miembro fiel de la Iglesia, en la fidelidad a su misión, está llamado a participar de la maternidad divina de María, asumiendo y generando la vida de la humanidad redenta[6].
La Madre, que oye el gemido de dolor de su pueblo, es también la pequeña nena de quien Juan Diego se preocupa, preguntándole: "¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud?".
La Madre Liberadora, que refuerza y valoriza a cada hombre, cualquiera que sea su situación de incapacidad, de desaliento y de opresión, es la Madre que, al mismo tiempo, despierta el sentido de una misión histórica de liberación y misericordia, a la cual cada hombre está llamado. Ella nos enseña a conjugar, simultáneamente, la tarea de la asistencia misericordiosa con la de una promoción liberadora.
 Una solidaridad que se volviese solo asistencialismo sería verdaderamente negadora del mensaje de misericordia y liberación, que nos llega del rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe.
Ha escrito Virgil Elizondo: "La humanidad, si quiere sobrevivir, necesita encontrar un nuevo modo de tratar las diferencias culturales. Es aquí que se delinea el aporte del mestizaje hoy: manifestar en la propia persona que la promiscuidad racial no conduce necesariamente a destruir la nacionalidad cultural, sino que, al contrario, puede contribuir a construirla"[7].
En el rostro mestizo de María podemos contemplar el punto "donde confluyen múltiples legados que se enlazan entre ellos para construir el porvenir. Desde este punto se trata de mirar hacia adelante. No hacia un pasado mítico, el de las tradiciones inmutables o de una pureza ilusoria, peligro de todos los nacionalismos y de todos los integrismos. Sino hacia lo que es posible en los encuentros interhumanos, en los mestizajes ineluctables. No se trata, pues, del fin de la historia, sino, al contrario, de su renovación permanente, el juego infinito de la novedad capaz de recrearse incesantemente. Imprevisible, como el flujo continuo de los humanos que se mezclan y generan a otros humanos, haciendo emerger sobre el suelo del planeta Tierra la gran variedad de las sociedades y de las culturas"[8].
Emilio Grasso


[1] Documento de Puebla, 168.[2] Cf. E. GrassoMaria, terra di Dio, en E. GrassoFondamenti di una spiritualità missionaria. Secondo le opere di Don Divo Barsotti, Università Gregoriana Editrice (Documenta Missionalia 20), Roma 1986, 175-179.[3] Cf. K. BarthDogmatique, I/2*, Labor et Fides, Genève 1954, 132-133, 135.[4] Documento de Puebla, 293.[5] Cf. M.J. Scheeben, La Mère virginale du Sauveur, Desclée De Brouwer, Paris 1953, 90-105; cf. J. LécuyerMarie et l'Église comme Mère et Épouse du Christ, en "Bulletin de la Société Française d'Études Mariales" 10 (1952) 23-41.[6] Cf. E. GrassoMaria, terra di Dio..., 186-189.[7] V. ElizondoL'avenir est au métissage, Mame-Éditions Universitaires, Paris 1987, 147, cit. en J. AudinetLe temps, du métissage, Les Éditions de l'Atelier/Les Éditions Ouvrières, Paris 1999, 53.[8] J. AudinetLe temps, du métissage..., 153.

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